Prometeo robó el fuego del Olimpo, un fuego que Zeus negó a los hombres, eso hace el escritor, robar la esencia imaginaria que los hombres poseen para no negarla sino ponerla a disposición de otros hombres.
La historia de la Literatura presenta un sinfín de escritores que se quemaron con el fuego de Prometeo porque precisamente tuvieron la gallardía suficiente de ir a por él. Salgari, Virginia Woolf, Horacio Quiroga, Séneca, Sócrates, Larra son algunos de los escritores que figuran en la nómina de los escritores suicidas.
Cuando un artista, sea escritor o pertenezca a cualquier otra disciplina, genera arte es porque el ser humano se conoce incompleto, suple carencias, digamos. Los más radicales, los que se atreven a coger el fuego aún con riesgo de quemarse, son más proclives a su propia autodestrucción.
El psicoanalista Roberto Longhi sostiene que “es tan misterioso el acto de la creación como el impulso que lleva a un artista a quemarse en su propio fuego y levantar la mano contra sí mismo.”
El viaje de la creatividad es duro y azaroso, se necesita una fuerte personalidad para que ese viaje sea de ida y vuelta, no sólo de ida.
La frustración literaria empujó sin duda a Frank Kennedy Toole a desviar los gases de su tubo de escape hacia el habitáculo de su coche; otros se quitaron del medio por vergüenza de exponer públicamente su homosexualidad o incluso un plagio. Algunos se quitaron del medio por padecer una incurable enfermedad; sin duda, la depresión como deidad encarnada podría estar detrás de muchas de estas muertes.
El polaco Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz y autor del libro, “Por aquí se va al gas, damas y caballeros…” se suicidó dos años después de publicarlo, adivinen cómo, con gas… Esta modalidad de suicidio ha tenido bastante predicamento entre los escritores.
El escritor japonés Mishima se suicidó al estilo samurai. Otros instrumentos quizá menos glamurosos fueron los cuchillos, navajas, abrecartas, como fue el caso de Salgari. Más rápido y efectivo es hacerse con un arma de fuego, como fue el caso de Hemingway o Larra.
El escritor contemporáneo Patricio Pron, de nacionalidad argentina, propone una historia alternativa de la Literatura, articulada en torno a las afinidades entre escritores que revelan los métodos para poner fin a su vida.
Parece obvio que escribir no es una profesión de riesgo, a menos que el escritor se encuentre bajo un régimen totalitario, sumido en una represión feroz. Ser mujer y escribir añade un plus de riesgo, al menos hasta hace no demasiados años.
Si el suicidio ha sido siempre un acto rodeado de condena y ocultación (hoy día, sin ir más lejos, existe un código deontológico por el que la prensa no publica los suicidios), se antoja inimaginable lo que debió sentir Joseph Conrad al sobrevivir a un disparo en el pecho, o Edgar Allan Poe al intentar sin éxito quitarse la vida con láudano tras la muerte de su mujer.
Nada puede ser más triste que lo que aconteció a Carson McCullers: sobrevivió a un intento de quitarse la vida pero su marido, obsesionado con un supuesto pacto de suicida, se mató poco después.
Juzguen ustedes mismos, ¿Quieren comenzar a escribir?