lunes, 20 de diciembre de 2010
Alegoría: Presencia en la ausencia (Prof. F. Rodríguez de la Flor, por Licenciado Vidriera)
La alegoría recarga cualquier objeto y todo objeto es suceptible de ser alegórico, es decir que, incluso hasta el objeto más zafio se puede interpretar alegóricamente. La alegoría es presencia, material y simbólica, muestra sobre todo una realidad subyacente. Heidegger manifestó acerca de la obra: "es una cosa que se ha materializado y dice algo más, nos comunica algo más de la literariedad de la cosa". La alegoría es materia informada, embestida y es que la alegoría une el plano físico y el plano metafísico.
Alegoría es discurso que comunica otra cosa, dice algo y es entendido algo diferente, es la evocación del otro. Es lo que está de lo que no está. Según San Isidoro, el ser humano no lee el mundo en términos literales, esa segunda lectura es la alegoría y el hombre es un ser herido por la semiosis. Incluso, Unamuno, apostado en la Plaza Anaya de Salamanca, cuando observaba las torres de las catedrales (la nueva y la vieja) se decía para sí "¿Qué me quieren estas torres?" Porque Unamuno veía más allá de la magnífica construcción, del aspecto estético, las torres comunicaban alegóricamente a Unamuno. Y es que el hombre es un ser de extrañamiento perpetuo. Ese extrañamiento viene condicionado por la distancia, concepto fundamental dentro de la propia alegoría. Alienado por su pensamiento del mundo material y encontrar otro sentido, el hombre se quiere proveer de explicaciones sobre el mundo, está obligado a sentir que algo representa una ausencia en la presencia.
El hombre como alegorista debe descubrir claves para ese segundo sentido lleno de riesgos porque no hay seguridad sobre ese segundo mensaje. Poseemos intuiciones y desgarros pero no una creencia ni un manual que desvele el segundo mensaje de los objetos.
Por ejemplo el grabado "Naufragio de la Esperanza" de David Friedrich va más allá del hecho literal del propio naufragio, es un fracaso de la esperanza y ahí es donde nace el campo alegórico. Y es que la esperanza es siempre pospuesta siempre al viviente según W. Benjamin, poca esperanza para la redención.
La alegoría nos conduce a significados que no están establecidos. Hay una construcción personal del sentido, trata de dar corporalidad a lo inmaterial. Por todo ello, el lenguaje es una obra maestra de la alegoría y es capaz de evocar lo que nunca ha sido o lo que ha sido y ya no es. Así por ejemplo, San Anselmo en su argumento ontológico de la existencia de Dios, utiliza la palabra como prueba irrefutable y, si a Dios se le nombra y aparece en nuestro lenguaje, es por ello que existe.
Lo alegórico apunta al espacio religioso y la alegoría más enorme es la que dice que el mundo es espejo del otro mundo, es un relato mesiánico y un impulso metafísico. La alegoría es un género religioso en sus orígenes y debemos respetarlo y no perderlo. La lectura alegórica y el metarrelato de las estatuas, esculturas, cuadros, se ha perdido. Ahora nos quedamos en el mero límite estético pero no se va más allá, lo alegórico lamentablemente queda en un segundo plano.
La alegoría es "performativa", la comprensión del trasmundo. Por ejemplo, la caída del caballo de San Pablo como punto sin retorno, la llamada de Jesuscristo, provoca la entrada en el mundo religioso por parte de muchos espectadores de esa obra. Es alegórico y performativo.
El fundamento religioso de la alegoría tiene una base primitiva, el hombre tras su evolución es un ser inconformista y ve en el mundo significados porque está en déficit de sentido. Quiere ser y leer lo que no puede ver. Si bien es cierto que la estética se encuentra bajo un potencial estético, sensación de algo que está llamado a perderse pero que le damos una vuelta más. El pensamiento alegórico restaura lo que está desalojado por el tiempo, es la cultura de la "detención", querer parar lo que ha sido y hacerlo estar.
El drama del ser humano y punto de fusión de la cultura es la estructura efímera del mundo y es ahí, donde la alegoría es una sutura de la inminente desaparición, es una mirada que petrifica e inmortaliza. En la alegoría no se persigue la belleza sino el significado y es ella, la que nos ofrece una satisfacción y un consuelo quimérico. Conservar algo de lo que fue, se convierte en un atractivo para el hombre. Es el reencuentro del hombre con lo que ha sido y ya no es. El alegorista ve por encima de la faz estética del mundo y ve la marca de lo efímero. Un ejemplo de ello, es el grabado de Durero, "El caballero y la muerte"; el alegorista ve la entidad terrible de lo que será y el poeta lo representa por el Eros y el Alteros. El pensamiento alegórico conecta con la melancolía, los hombres profundos son melancólicos pues ven en la posesión, la pérdida.
La flecha del tiempo que atraviesa todo, conecta con la alegoría, pero ésta también es profética, lo que ha de venir como promesa mesiánica. El alegorista se mueve por la flecha temporal con soltura. El tono profético de la alegoría, lo que va a venir, se puede leer en los textos antiguos; los testamentos son revelación de profecías que se entregan con un signo. Así lo hacía Lucrecia de León en la corte de Felipe II, con su profecías y sus sueños enigmáticos. La alegoría provoca una inmovilización de los fantasmas, hacemos que se queden. Así, se contruye la figura de Orfeo que representa la figura de Cristo, la lira que porta Orfeo es la cruz de Cristo. Los alegoristas suavizan lo efímero, son un bálsamo consolador.
Todas las artes poseen una genealogía alegórica por el sentido de la redención: así por ejemplo Plinio para la pintura, Platón para la escritura que con la retórica mantiene la belleza. Además la alegoría rompe las barreras entre hombres y animales, éstos representan una verdad y un mensaje. Los objetos del mundo nos quieren decir algo y Allan Poe lo representa con la muerte de la amante que es contemplada por el enamorado, de repente un cuervo hace presencia en la ventana de la morada, entra y se posa en la estatua de Minerva, es entonces cuando el enamorado le pregunta al cuervo el por qué de su presencia... indudablemente el joven ve algo alegórico en esa presentación y le inquiere ¿la volveré a ver? y el cuervo dice NEVERMORE NEVERMORE. Poe presenta una cuestión ya cerrada, la resurección ya no es recurrente e incluso la propia iglesia así lo admite de manera encriptada. En las homilías se habla del bien y del mal pero no de la resurrección pues se ha convertido en una alegoría cerrada.
La alegoría despierta inquietud en el ser humano, se cuestiona lo que no está, quiere materializarlo para referenciar lo que no está. La alegoría carga la intensidad de su reclamo en un momento que se nos ha dado.
El mar es de nuevo una gran alegoría de lo indominable pues no se pueden trazar caminos en él, solo estelas como decía Machado. La humedad de ese mar, representa en el discurso de los falocráticos, lo femenino. Para el alegorista lo importante consiste en escapar de la absorción melancólica, debe sobreponerse a la literariedad del mundo. Lo efímero es un peligro para el alegorista puesto que puede caer en la catatonia, en la melancolía como le pasa al ángel en el cuadro de Durero. Las alegorías pretendieron que ese objeto exterior (DIOS) esté representado por la astrología. Nos encontramos en el "anus mundi" pero la manera que hay de salir de él es gracias a las cosas mundanas, en las que podemos ver alegorías.
La película "El gran silencio" de Philip Gröning trata de la orden de los cartujos que viven en la inmanencia. Para ellos cada gesto tiene un significado, pueden observar una madera y reflexionar sobre ella. Para ellos cada segundo es sagrado y pueden esperar al Señor en cualquier segundo. Son alegoristas y no hablan. Sánchez Cotán es un cartujo y bodegonista cuyos cuadros representan una alegoría: los sencillos alimentos tienen como fondo el propio universo, representado por el color negro, detrás de lo estético hay una alegoría.
Los cristos pasionarios son extremadamente alegóricos y representan la victoria final sobre la muerte. La alegoría enciende el ánimo del que lo ve, es performativa, incita a arrodillarse al devoto que ve la imagen.
Se le preguntó a Miguel Espinosa ¿qué es el mundo? a lo que contestó cogiendo un encendedor y mirándolo con reflexión, el mundo es este mechero y lo que no es este mechero. El procedimiento alegórico desstaca lo material del objeto como el cristianismo muestra la cruz. Porque el objeto deriva en lo sublime. Cualquier objeto visto aisladamente pierde su significado y adquiere propiedades alegóricas, es el enigma de la materia. Calderón decía que el sueño a partir de un determinado umbral se convierte en mundo y el mundo se convierte en sueño.
¿Qué objetos tienen más potencia alegórica? Las Ruinas poseen una forma alegórica que carece de ella si esas ruinas están reconstruidas. El objeto ha sido destruido de su forma literal, ya no puede ser utilizado. Es una potencia alegórica y como ejemplo tenemos "Las ruinas de Palmira".
Otro de los objetos que tienen más potencial alegórico es el cráneo, la calavera, mil veces referenciado y presentado. La calavera da estructura al cuerpo y es un sofisticado jeroglífico. Jesucristo fue crucificado en el Gólgota que significa calavera, "Cristo sobre la calavera".
Los alegoristas quiere reconstruir el mensaje positivo como en el cuadro de Juan de Valdés Leal, "El jeroglífico de la muerte": la lectura alegórica del cuadro nos aleja de lo tétrico que éste es. Se trata de una parábola horrible donde la negrura es protagonista. La lectura alegórica asegura la inmortalidad pero la revisión profana de la sociedad del capitalismo tardío, asegura que la resurrección es el Archivo: la forma de trascender el tiempo. Por ello, los grandes autores están en la gran Biblioteca Universal. La referencia para este apartado es la obra de Boris Groys, "La política de la inmortalidad".
Para terminar he de señalar que, si te alejas de las cosas, de los objetos se convierten en basura, el desecho es recuperable y esa basura es hermosa ahora, para ilustrar este aspecto apelamos a la obra de José Luis Pardo, "Nunca fue la basura tan hermosa".
Para terminar debemos leer el poema de Rafael Morales, "Cántico doloroso al cubo de la basura"
Tu curva humilde, forma silenciosa,
le pone un triste anillo a la basura.
En ti se hizo redonda la ternura,
se hizo redonda, suave y dolorosa.
Cada cosa que encierras, cada cosa
tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.
Aquí de una naranja se aventura
la herida piel silente y penumbrosa.
Aquí de una manzana verde y fría
un resto llora zumo delicado
entre un polvo que nubla su agonía.
Oh, viejo cubo sucio y resignado,
desde tu corazón la pena envía
el llanto de lo humilde y lo olvidado
jueves, 16 de diciembre de 2010
La Retórica Musical (Profa. Silvia Alonso, USC). Visión de Licenciado Vidriera
La música es algo trascendental, se considera algo complejo que supera a cualquier otro tipo de lenguaje y que alcanza la interioridad personal del oyente, haciendo tope en el fondo del hombre. La música consiste en multiples sistemas semióticos que se encuentran en colaboración y no en conflicto, es por ello por lo que la música transmite más quela propia poesía.
Ahora bien, ¿se puede hablar de signo musical? El maestro Bach afirmaba que existe un campo general de significación penetrado por el deseo. Sin embargo otros maestros poseen una concepción deficitaria del signo musical pues lo definen como "un deslizamiento de significante a significante hacia un significado". Por otro lado, hay quien habla de un sustrato emotivo asociado a un significado perpetuo. Eso es la música.
Asumiendo que efectivamente existe un signo musical, qué tipo de signo sería. Para afrontar esta teoría hay dos posturas. La de los absolutistas y la de los referencialistas. Los primeros mantienen que la representación de un sentimiento o afecto determinado no está comprendida en las posibilidades propias de la música. Una de las claves es que la música no tiene referentes, carece de ellos. No existe tal referente como en la lengua verbal. Por ejemplo, en significante y significado, cuando nosotros pronunciamos la palabra "ordenador", se nos viene a la cabeza la imagen que proyecta el referente (que es el ordenador). Pues bien, según E. Hanslick, sí existe un signo musical cuyo referente no corresponde a la idea de Saussure, el referente en el signo musical es también MÚSICA.
Los referencialistas señalan la capacidad semántica de la música en términos de referencia, es decir, conectan el significado musical necesariamente con un referente, de modo que la música significa a través de sus mecanismos imitativos o de la expresión emotiva (M. Baroni)
Dentro de la música, podemos destacar el canto como colaborador dentro de dos sistemas de signos. En el canto encontramos la posibilidad de emisión de un único mensaje construido con la combinación de dos sistemas de signos:el sistema musical y el sistema verbal. Este fenómeno es excepcional y se hace posible gracias a las características especiales del aparato fonador humano. Los mensaje de música oral y sus signos, se presentan por lo tanto como un único objeto estético.
Partiendo de la autonomía del signo musical, aceptamos la posibilidad de la creación de "signos de signos" o signos en segundo grado. Este proceso no es exclusivo de la música, sino que es habitual en cualquier mensaje estético, y especialmente frecuente en el lenguaje poético (creación de metáforas, coupling, etc). En el caso del texto músico-literario, las convenciones de la época determinado por los hábitos de compositores y oyentes, hacen posible la identificación de interesantes repertorios de figuras que formarían una retórica musical. Las formas musicales tratarían de ilustrar el contenido de las palabras.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Mario Vargas Llosa: Elegio de la lectura y la ficción
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la
sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
GOYA EN BURDEOS
Saura nos presenta una propuesta fílmica única en la que Goya, un hombre en el invierno de la vejez, rememora su pasado con alusiones pictóricas de su vida y de su arte, por lo que la propuesta estética del director parece clara: trasladar el cosmos poético de Goya a un nuevo lienzo que es la pantalla.
Goya octogenario vive exiliado en Burdeos con la última de sus amantes, Leocadia Zorrilla de Weiss y con su hija Rosario, a la que desvela su trayectoria vital y artística. Los resbaladizos peldaños que subió, no sin dificultad, hacia la corte de Carlos IV, donde vivirá él éxito y la fortuna. Recordará a su único amor, La Duquesa de Alba, una mujer que marcaría su vida para siempre.
La experiencia vital y la trayectoria artística del pintor, y sus últimos meses de vida sirven de hilo conductor a un relato que se adentra en una dimensión humana en su obra y en sus obsesiones personales.
Parece sobradamente comprobado que las líneas pictóricas influyen enormemente a cualquier propuesta fílmica y en la de Saura con más motivo. En las vanguardias, el cine intenta desarrollar técnicas de irrealismo y no figuración, vuelve a ser un desarrollo pictórico, la descomposición de las figuras que desemboca en lo abstracto. El cine se nutre de la pintura y desarrolla propuestas de la propia vanguardia. Lo que hoy parece obvio, antes no lo era tanto y es que el color en la pantalla fue una auténtica revolución para el cine que intenta aplicar “la paleta” de un determinado pintor, en este caso la de Goya. Es sin duda la incorporación del color lo que se convierte en unos de los mayores recursos expresivos del cineasta y lo que hace incrementar los vínculos entre cine y pintura.
La abundante presencia de la pintura en el film de Saura nos permite hablar de una intertextualidad pictórica; no en vano, las relaciones entre pintura y cine han generado una copiosa bibliografía. La puesta en escena tiene claras alusiones a las paletas de diversos pintores que fascinaban a Goya, como en la escena uno “el buey de Rembrandt” donde se alternan imágenes del pasado del presente e imágenes soñadas. El buey desollado también conocido como El buey en canal es una de las pinturas más conocidas del pintor holandés Rembrandt cuya fecha data de 1655.
Otro ejemplo de intertextualidad pictórica se produce en la escena veintidós, en la que aparece el gabinete de Godoy donde guarda su colección de pinturas y donde asistimos a la presencia de “La Venus del espejo” de Velázquez. La organización del cuadro cinematográfico y del espacio de la representación se encuentra determinada por las leyes de la composición pictórica. La película de Saura intenta establecer una gama cromática específica siguiendo una forma de iluminación adecuada para transmitir al espectador las características plásticas de Goya, representando la ruptura con la línea, para dar lugar al expresionismo. Parece Saura que quisiera explorar con su técnica los límites entre cine y pintura.
Esta intertextualidad pictórica a la que ya nos hemos referido, parece girar en el film de “Goya en Burdeos” en torno a un centro gravitatorio: la pintura como expresión del genio creador. El arte plástico desempeña un papel primordial, ya que su trama gira en torno al mundo de la pintura, los avatares de la creación y cuyo máximo exponente corresponde a un pintor: Francisco de Goya.
El Goya, personaje histórico, juega un papel importante en la película de Saura, cuya peripecia biográfica es contada a través de una propuesta fílmica bajo el prisma cromático del propio pintor. Estaríamos por lo tanto ante un subgénero dentro del propio género, es el biopic, donde la complejidad de la relación entre sistema de representación y referente se pone de manifiesto. Este subgénero no puede renunciar a la veracidad por cuanto que se está abordando la vida de un personaje histórico. Si bien es cierto que el tratamiento en el film de Saura queda en un segundo plano, donde la paleta pictórica sobrepasa los límites del biopic. La estructura causal del film se percibe alterada pues la exposición cronológica de la historia se encuentra cambiada, siendo frecuente los comienzos in media res y las analepsis. Es por ello por lo que la película tiene un tratamiento poco realista. El punto de partida del film es la demencia de Goya que se instala en el pasado. El espectador es testigo de tres tiempos diferentes: el tiempo pasado, el tiempo presente y el tiempo imaginado. La pérdida de memoria del pintor lo lleva a oscilar entre varias temporalidades y esto es explotado e ilustrado por el cineasta. Presenta Saura un mundo de alucinación y de locura dentro del arte, algo poco frecuente en las propuestas fílmicas.
Pero la película también representa un planteamiento narrativo, cuyo narrador básico asume el punto de vista del personaje protagonista. Ese punto de vista afecta a la distancia o perspectiva que regula la información sobre el mundo ficcional del film. El cine siempre es narración, en mayor o menor grado, y la película de Saura no es una excepción. Es conocido que Luis Buñuel constituye uno de los intentos más claros de buscar una forma de narración enteramente libre de todo tributo al modo novelesco que Griffith propuso para el cine. Saura asume y explota la posibilidad de contar historias en esta película. Goya y su trayectoria vital, esa voz en off del Goya joven en el salón de Osuna, pone de manifiesto un punto de inflexión en su carrera: medrar en la corte para poder cambiar con su arte y en la medida de lo posible a España, aunque para ello tenga que lisonjear al noble de Corte, como hicieron los poetas del Siglo de Oro para hacerse un hueco en Casa Real.
Los flasbacks a los que asistimos como espectadores se hacen muy complejos pues en la escena coexisten los dos personajes, el Goya joven y el Goya octogenario, se superponen las voces y las reflexiones del propio artista, como ocurre en la escena ocho.
De nuevo la intertextualidad pictórica cuando asistimos a Los Caprichos de Goya, ochenta grabados que representan una sátira de la sociedad española a finales del siglo XVIII. La representación que hace Saura de ello en el film, está más próximo a la experiencia teatral que a al cine. La luz y la puesta en escena, la paleta cromática sumerge al espectador en un tapiz donde los dos Goyas se pasean entre esos caprichos.
Aparece en el film, la sobreimpresión o superposición de dos imágenes que se complementan o contraponen como ocurre en el milagro de San Antonio de Padua. Goya joven, lee el libro que le deja el cura, rememorando la escena del milagro; al fondo la escena del cementerio, superpuesta. De nuevo asistimos a una puesta en escena quasi teatral. Esta sobreimpresión debemos entenderla como un procedimiento mimético con respecto a la escritura literaria.
La memoria del personaje ejerce como fuente de argumento y lugar del desarrollo de la propia trama y aunque Saura aparentemente se aleja del concepto narrativo de experiencia fílmica, la película también cuenta hechos históricos y vitales del personaje, siendo el narratario la pequeña Rosarito. Estamos ante una experiencia teatral en cuanto a la presentación escénica, su luz y su paleta pictórica. Es una obra eminentemente visual con una celebración de sonidos y de música que no deja indiferente al espectador.
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